–Qué antipática es esa Sand– comenta Chopin a un amigo–. ¿Es una mujer? Lo dudo...
Casi simultáneamente, al otro extremo del salón, Sand murmura al oído de una amiga:
–Ese señor Chopin, ¿es una niña?
Era el otoño de 1836 y ambos asistían a un velada en un hotel parisino, invitados, separadamente, por Liszt y Marie d'Agoult, su compañera del momento. La velada transcurrió amablemente y a su término, nada hacía presumir que Frédéric y la Sand volvieran a verse alguna vez.
Pero como la vida te da sorpresas, al cabo de pocos meses, la escritora que usaba pantalones y fumaba cigarros no albergaba en su cabeza otra cosa que pensamientos para su Chip, su Chop, su Chopinski, como lo llamaría más tarde.
Chip se dejaba querer.
Así llegó octubre de 1838, cuando después de varios intentos, la Sand logró llevárselo por fin de vacaciones a Mallorca. Todo fue de maravillas hasta que el verano mallorquín cambió radicalmente a fines de noviembre y Frédéric, y la Sand, y los hijos de ésta, se vieron forzados a pasarse el día encerrados en sus calamitosos cuartos. En enero, el clima era insoportable. Mal guarecidos de la lluvia y el viento que acechaban afuera, Chopin componía, la Sand escribía y es probable que los niños se aburriesen.
Pero por las noches podían leer juntos a la luz de las velas y tal vez en ese escenario pudo materializarse algún momento cálido, un instante inesperado de gracia que hará que Frédéric se precipite a su pianola indecente (antes de que le llegara el piano que le envió su amigo Pleyel) a plasmar el Interludio que va justo en medio de la Marcha Fúnebre, compuesta según algunos, ese verano horripilante, y que le ha venido de perillas a este mundo, para despedir de él, siglo y medio más tarde, a J.F. Kennedy, por ejemplo, y también, quién lo diría, a Stalin y Brezhniev, entre otros. Aunque no tiene por qué resultar tan obvio, también se interpretó en el funeral del propio Chopin, amén del Requiem de Mozart por expresa petición del difunto.
El Interludio, todo un hallazgo por su apacible belleza en medio de tanta solemnidad, es precedido por una octava baja, inmediatamente a continuación de la melodía más célebre.
Componer al menos una marcha fúnebre fue tarea obligada para los músicos de los siglos XVIII y XIX. De la mano de la Sand –con quien después de todo vivió espléndidos ocho años– Fréderic ha entregado al mundo quizá la más famosa de todas, la que va a adquirir vida propia.
En un principio no fue así. La pieza fue agregada como el tercer movimiento de la sonata en si bemol menor, compuesta en 1839. Chopinski tenía 29 años. Había regresado medio muerto de Mallorca, pero ya estaba recuperado.
La versión es de Arthur Rubinstein. Dura poco menos de diez minutos (el interludio hace su entrada en 3:01).
Los invito a escucharla sabiendo que las mismas notas fueron oídas por quienes marcharon tras el féretro de Chopin desde la Iglesia de la Madeleine hasta el cementerio de Père-Lachaise, en París, hace 150 años.
La sonata completa será interpretada por Luis Alberto Latorre el próximo lunes 14 a las 7 de la tarde, en la Escuela de Carabineros, gentileza del GOPE.
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Hermosa sonata, Daguito. A falta de municipal, obligados a ir a verla donde los pacos no más. Nos vemos el lunes. Un abrazo y gracias por la sorpresa.
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